COMUNICADOR SOCIAL-PERIODISTA
ESPECIALIZADO EN CIENCIA POLÍTICA
LE DAMOS LA BIENVENIDA A ESTE JOVEN
ESCRITOR, QUIEN SE VINCULA A OPINIONES
CON EL PRESENTE ARTÍCULO.
La edición de “El Poder Político en Colombia” del escritor e investigador Fernando Guillén Martínez producida por la Editorial Planeta en el año 2006, tiene en su portada una fotografía de uno de los regimientos del ejército conservador que participó en La Batalla de Palonegro durante la Guerra de los Mil Días, a finales del s. XIX y principios del s. XX en Colombia.
Sobre la meseta superior del cerro de Palonegro (en la que, a propósito se encuentra hoy ubicado el aeropuerto de Bucaramanga, a 45 minutos aproximadamente del perímetro urbano, el cual debe su nombre al cerro y a la histórica batalla) la imagen tomada por el italiano Quintilio Gavassa, muestra un grupo de casi 50 hombres, de aspecto campesino, no uniformados y dotados con rudimentarias armas, entre las que se cuentan algunas escopetas, trabucos, bayonetas, espadas, machetes y palos; acompañadas, por supuesto, de la bandera colombiana.
La amplia colección fotográfica de la contienda, desarrollada por el invaluable olfato narrativo de Gavassa, muestra también imágenes del derrotado ejército liberal, del fragor propio del prolongado intercambio de balas, las huellas de sangre que dejaron los regimientos vencidos y hasta los cadáveres aún permanentes en la zona, meses después del fin de la guerra, y descompuestos con inusual rapidez por efecto de la intemperie y de la pólvora que los “comandantes” militares obligaban a sus soldados a ingerir para soportar el hambre y aumentar su sevicia.
El hecho de que estos hombres, junto con los demás pelotones que los acompañaban, hayan ganado la batalla - y posteriormente, la guerra - es meramente anecdótico. Y lo es, porque su participación en la contienda es un vívido ejemplo del aspecto más macabro del ejercicio del poder político en Colombia, descrito por Guillén: Un poder manifestado mediante una estructura de asociación, basada en un sistema de solidaridades/lealtades adscripticias y hereditarias, y materializado por una dinámica hacendaria de autoritarismo paternalista. Por décadas, esas lealtades de servicio llevaron a los campesinos colombianos a obrar bajo la siguiente premisa: “Mi patrón entró a la guerra para defender la hacienda en la que trabajo y que le da de comer a mi familia, por eso me hago matar por él”.
Guillén sitúa la génesis de esta particular forma de ejercicio del poder, en el modelo de encomienda que emplearon los primeros invasores españoles para someter política y económicamente a la población aborigen que en el s. XVII habitaba el actual territorio colombiano. Desdeñosos por herencia cultural del trabajo físico y artesanal, los “conquistadores” encontraron en el sometimiento de un grupo de indígenas el cómodo ejercicio de la mano de obra necesaria para su enriquecimiento, disfrazada legalmente ante la Corona de tributación en especie.
El mestizaje y la consiguiente imposibilidad de esclavizar a sus hijos, por ser descendientes de españoles, planteó la necesidad de organizar el poder político ya no en función de la propiedad sobre la mano de obra sino sobre la tierra y la adhesión irrestricta de los individuos encargados de trabajarla. La encomienda dio paso a la hacienda, pero los hacendados del s.XVIII eran descendientes criollos de los encomenderos de los siglos XVI y XVII. Su poder político y su peso en la toma de decisiones de gobierno radicaban en su capacidad de hacer valer ante el poder burocrático peninsular, el valor socioeconómico de la lealtad incondicional de sus peones; la cual tenía directa incidencia en aspectos como la tributación y la posibilidad manifiesta de organizarse para la guerra, en caso que fuese necesario.
Con admirable rigor metodológico y discursivo, el autor demuestra cómo esta forma hacendaria de ejercicio del poder político terminó imponiéndose en cada una de las etapas de la historia del país, desde la Revolución Comunera, hasta el Frente Nacional, pasando por la primera y segunda independencia, el experimento fallido de la llamada Gran Colombia, el nacimiento de los partidos tradicionales, la Revolución Artesanal–Militar del General Melo, la inserción de la economía nacional en el modelo neocolonialista británico/americano y la Guerra de los Mil Días, entre otras.
La tesis de Guillén es que el desenlace de todas estas coyunturas siempre favoreció a los intereses de los sistemas hacendarios del país, organizados bajo los mencionados parámetros de lealtad adscripticia y autoritarismo paternalista. Del desarrollo de esta forma de poder político, el autor infiere que en Colombia la Oligarquía no es concebida en su acepción sociológica original, como una clase social, sino como un sistema de asociación, al que apela todo aquel individuo o grupo que aspira al ascenso social mediante el enriquecimiento económico. Nuestro país nunca ha estado remotamente cerca de una verdadera revolución social, porque el grueso de la población siempre ha estado al servicio, voluntaria o involuntariamente, de la movilización realizada por la oligarquía de turno (la oligarquía no cambia, pero sí sus usufructuarios), en beneficio de sus particulares intereses, siempre disfrazados de el supremo interés nacional.